jueves, 5 de enero de 2012

Crónica de una vida sin fin.

Me desperté por la mañana. Sentía energía en mi cuerpo. Hoy me veía con ganas de arrasar con todo. Me levanté, hice mi cama, saludé a mi madre con energía:
-¡Hola!
Le dí dos besos.
-Hola, hoy se te ve con fuerzas ¿Qué quieres comer? ¿Tostadas?
-No, mamá.. ¡Hoy quiero comerme el mundo!


Dije mientras la abrazaba y le daba un suave bocado en la cabeza. Ambos nos reímos. Hacía mucho que no estábamos así. Miré el reloj. Las ocho, tenía tiempo de más para hacer lo que quería hacer. Cogí la bici y me fui al lago a ocho km de mi casa. Fui con la cámara y dos botellas de agua. Me pasé a por mi primo y se vino conmigo. En el lago me eché una de las botellas por encima para refrescarme, pues me esperaban otros ocho km de vuelta. Tomé unas fotos del lago y pedaleé como nunca. Allí, amaneciendo, con el sol bajo mi piel, llegándome al alma y reflejándose en el lago me di cuenta de que ese recuerdo permanecería inmortal. El recuerdo de una vida sin fin. La mía. Porque las huellas con las que marqué el suelo mojado del lago prevalecerán como si fósiles fueran. Mi rastro no se podrá borrar.. Porque mis sueños nacieron allí, en el agua de un lago a las ocho y media de la mañana de un día cualquiera, en el que la esperanza inundó mi cuerpo y mi alma, permitiéndome soñar con volar un día más. 


He aquí unas fotos de ese maravilloso día.

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